Llegamos a Enniscrone desde Sligo en una apacible mañana de sábado, apenas unas nubes en el cielo y una ligera brisa, tras un agradable viaje de una hora por estrechas y poco transitadas carreteras costeras.
Aunque Enniscrone no es, ni de lejos, uno de los links más famosos de Irlanda (nada que ver con el renombre de los Ballybunion, Portmarnock o Lahinch), nuestras expectativas eran bastante altas, ya que su nombre ha empezado a sonar con fuerza en distintas revistas y libros especializados como una de las auténticas “gemas ocultas” entre los campos del Oeste irlandés.
Cruzamos la pequeña localidad costera que lleva el mismo nombre que el club y nos plantamos en el aparcamiento ansiosos ante lo que prometía ser un gran día de golf.
Nuestra primera impresión no fue ni mucho menos prometedora; antes al contrario, más bien parece un club de pueblo como tantos otros en Irlanda: la casa club es absolutamente modesta, casi destartalada, y sólo cuenta con una oficina, una pequeña tienda, el típico bar-restaurante de club y unos vestuarios bastante vetustos.
Eso sí, el trato de todos sus empleados fue amabilísimo: una señora en la oficina confirmó al instante nuestra hora de salida, las 11 en punto de la mañana, a la vez que nos informaba de la suerte que habíamos tenido de no tener que jugar el día anterior, en que el viento y la lluvia, que a nosotros nos pilló de camino entre Dublín y Sligo, habían convertido en una heroicidad el simple hecho de salir al campo a pelear contra la tempestad. Además, nos informó, a nuestras preguntas, de dos carencias del club: no disponían de “strokesaver”, lo que iba a hacer la vuelta un poco más complicada, ni de un driving range propiamente dicho, sino sólo de una extensión de hierba donde cual golpeaba sus propias bolas al frente y luego de vuelta. Así, después de unos pocos swings en el improvisado campo de prácticas y de tomarnos un café en el bar, a las 11 estábamos en el tee del 1 impacientes por descubrir qué nos iba a deparar Enniscrone.
Ha de apuntarse que, aunque se recomendaba jugar desde las barras verdes, nosotros nos atrevimos con las blancas (uns 6.800 yardas en total) y que, aunque se advertía de que el estado de algunas calles permitía colocar la bola en las mismas, no tuvimos necesidad de ello en ningún momento ya que el estado del campo era irreprochable.
La vista del primer hoyo parece al principio bastante anodino: el tee se ubica en un costado del aparcamiento y la calle es amplia y plana, con el único peligro de un pequeño búnker y el fuera de límites a la derecha; sin embargo, el segundo golpe ya nos iba a advertir de lo que se nos venía encima: cuando uno se acerca a su bola, en mi caso un drive de distancia modesta hacia el lado izquierdo de la calle, aparece como objetivo un pequeño green en alto encajonado entre dunas; si consigues hacer llegar la bola hasta allí, la sensación es casi incomparable, y si sales del hoyo con un birdie o, al menos, como fue mi caso, con un par, la satisfacción dura, como poco, durante todo el camino, enclavado entre dunas y maleza, que lleva hasta el tee del dos.
Por entonces uno se encuentra ya abducido, física y mentalmente, por un paisaje inimaginable al dar el primer golpe, ya que los primeros hoyos discurren entre verdaderas paredes de dunas, hasta el punto de preguntarse de qué modo Hackett y, después, Steel, consiguieron siquiera discernir por dónde hacer discurrr las calles (eso, o bien se les presentaron como evidentes, tal como son verdaderas lenguas de hierba entre barrancos).
El 2 es un precioso par 5 que gira a la derecha hasta encontrar un green que se asoma al océano, y el hoyo 3 es un complicado par 3, en especial cuando el viento sople con fuerza del océano, hacia un green que esconde caídas diabólicas, y que es la antesala de otro espectacular par 5, en el que de nuevo la calle se retuerce entre unas dunas que parecen aislarlo de cualquier otro lugar en el mundo.
Al llegar a este punto, los 4 que formábamos partido comentábamos que, posiblemente, acabábamos de vivir el mejor bucle inicial de hoyos de nuestras vidas, pero, a la vez, y aparte de llevar la vuelta bastante bajo control, era inevitable una cierta sensación de angustia en cada golpe, provocada por la amenaza de esas dunas plagadas de un rough inclemente dispuesto para engullir cualquier bola desviada.
Los siguientes hoyos son mucho más abiertos, lo que no significa que sean fáciles ni aburridos; además, varios de ellos encuentran defensa en greenes elevados y mayormente inaccesibles si no es con el putt o con un pitch bajo, ya que el lob wedge no conseguirá penetrar entre la bola y el suelo duro, de lo que puede dar fe mi doble bogey en el 6.
La parte montañosa del campo se retoma a partir del hoyo 11, un par 3 con un green que asusta, en especial si se ha de patear desde la parte de atrás, hasta llegar a dos de los hoyos más sorprendentes que encontramos en nuestro periplo irlandés: el 12, que destaca por un espectacular green de forma rectangular, verdaderamente colgado entre dunas, y el 13, del que destacaría su tee de salida, que, aparte del disfrute de increíbles vistas sobre la playa y gran parte del campo, consigue realmente intimidar al jugador, que no consigue discernir hacia dónde apuntar con su drive… aunque es justo reconocer que, posteriormente, no resulta un golpe tan complicado y, en caso de acertar con la dirección adecuada, la inclinación de la calle nos dejará un approach bastante corto hacia un green muchos metros más abajo.
Desde ahí hasta el final, no hay ni un solo hoyo que nos pareciera sencillo o, simplemente, del montón: todos ellos son espectaculares, destacando el 15, un durísimo par 4, y el 16, un fotogénico par 5 que discurre paralelo a la playa, pero lo cierto es que todos son un desafío, aparte de verdaderas joyas para la vista.
Al final de la vuelta, hubiéramos pagado cualquier cosa por poder volver a disfrutarlo, o bien por haber reservado otra ronda al día siguiente; en vez de ello, tomamos un rápido almuerzo para hacer los 9 hoyos de la Scurmore Course, el recorrido de 9 hoyos que incluye algunos de los originales, descartados tras la reforma de Donald Steel.
Es justo reconocer que la ronda es agradable, y convinimos que alguno de los hoyos no desentonaría en el recorrido estrella, The Dunes, pero, teniendo en cuenta las delicias que acabábamos de disfrutar, lo cierto es que nos supo a poco.
Eso sí, la tragedia rondó en este recorrido cuando, desde un tee elevado, en el hoyo 8, nuestro compañero Darío decidió jugar un monstruoso hook por encima de otro de los hoyos, que corría paralelo a nuestra calle, pero perpendicular al tee, confiado en la lejanía de otros dos aficionados que jugaban sus bolas completamente ajenos al peligro y que tampoco parecieron escuchar nuestros gritos de advertencia. Durante unos interminables segundos temimos lo peor, hasta que finalmente pudimos respirar cuando vimos la bola pasar como un sputnik en órbita por encima de sus cabezas.
Una vez recobrado el pulso, y ante los reproches a nuestro amigo por el golpe planteado, sólo conseguimos que saliera de su boca, por toda justificación, un «Dejáme ser feliz». Una vez más, los dioses o el ángel de la guarda del golf tuvieron aquí una intervención providencial…
En definitiva, y dejando aparte anécdotas, sólo la visita a Enniscrone hubiera justificado el viaje a Irlanda: de hecho, a final del viaje, todos, unánimemente, lo designamos como el mejor de los campos que jugamos, aun reconociendo que, fuera de las condiciones en que nos enfrentamos a él, apenas un par de minutos de lluvia y una ligera brisa marina, puede resultar desesperante en un típico día de links, en especial si no se pega recto y firme a la bola.
Pero, cualquiera que sean las condiciones meteorológicas, Enniscrone siempre estará ahí para el verdadero deleite del golfista, y merece, sin duda, ser situado a la altura de los grandes referentes del golf en Irlanda.